CRÓNICAS DEL "NEGRO" SUÁREZ: DON PRIMITIVO Y LA CUASIMODO

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El hombre era de pocas palabras y de pocas pulgas, como decimos por aquí a quienes se cabronean con facilidad. De origen desconocido y edad indefinida, pero viejo. Se había armado un rancho con maderas y chapas usadas en una esquina, frente a las calles de tierra de entonces, una cuadra antes de llegar al zanjón, en el fondo del barrio.

Ella casi no asomaba y tampoco decía nada, pero ponía cara de escuchar si uno le hablaba, y unos ojos entre tiernos e ingenuos, que contrastaban con una joroba prominente y su cuerpo encorvado que la hacía mirar desde abajo, como de reojo, al menos a mí que soy alto. Era o parecía más joven que él, pero cualquier cálculo sobre su edad resultaba absurdo, porque su figura tosca la suspendía en una especie de “no tiempo”.

Al viejo lo bauticé “Don Primitivo” por su carácter torvo, huraño y chúcaro. Y a ella el Rafa, mi compadre, le puso “La Cuasimodo”, y el apodo cruel le quedó para siempre.

Cada vez que recorríamos el barrio convocando a una asamblea vecinal o invitando a alguna actividad comunitaria, al llegar a su rancho, sentíamos la tentación de saltearlo, pero -militancia obliga- golpeábamos de manos y allí empezaba siempre la misma ceremonia: saludábamos y el viejo respondía con un movimiento de cabeza, primero nos escuchaba a unos metros del alambrado y luego se venía hasta la cerca, ella asomaba en el marco de la puerta y allí quedaba, como una sombra más del paisaje breve, después de escucharnos venía la respuesta parca e inalterable: “Entendido, muy bien”, media vuelta y adentro, sin dar lugar a nada más.

Él cirujeaba con carro y caballo, se iba temprano y regresaba a la caída de la tarde. Ella no salía nunca del rancho, pero si pasábamos con alguna información del barrio, nos atendía apoyada en la cerca, que parecía tener la altura justa para recibir su cuerpo inclinado por la joroba. Así descubrí su mirada, y la sonrisa que asomaba a veces, la voz nunca se la conocimos. Tampoco supimos si tenían hijos, de qué provincia vinieron, cuando llegué al barrio ya estaban allí y nadie pudo contarme nada de ellos porque no se daban con nadie. Mi curiosidad es un defecto con causas múltiples: conviven en mí el escritor, el periodista y el militante popular de base, cada uno necesita “conocer” para hacer lo suyo. Pero hay personas inescrutables. Así eran Don Primitivo y la Cuasimodo, sin embargo creo no equivocarme si afirmo que se amaban, en sus términos tal vez un tanto extraños, pero el amor estaba presente en esa relación hosca y silenciosa, como el diamante se esconde en el carbón.

Ella murió primero y el viejo se derrumbó. Solo fue tan sólo la sombra de una sombra,  enfermando de a poco hasta que ya no salió con el carro. Empecé, sin motivo alguno, a visitarlo y llegó a recibirme en el interior de su rancho, austero y despojado. La ausencia de la Cuasimodo hasta le había humanizado un poco el rostro.

Ironías del destino, cuando empezábamos a conversar un poco, después de años de conocernos, al viejo se le fue trabando la voz y se le cerró la garganta, presumo que padeció un cáncer de laringe pero nunca lo pude convencer de que fuéramos al hospital.

Un viernes de tarde pasé por el rancho y lo encontré recostado, al borde de la cama sobre una silla, alguien le había dejado un trozo de carne asada que no había comido y empezaba a descomponerse, ya no toleraba ningún alimento sólido. Llamé a la municipalidad por una ambulancia que nunca llegó. Hablé con las enfermeras que habíamos traído para la campaña de vacunación en la Junta Vecinal, les pedí que de regreso al hospital insistieran con la ambulancia, ya que el viejo no nos dejaba trasladarlo.

Y me fui a la Capital todo el  fin de semana, a participar de un encuentro de organizaciones sociales. El lunes de regreso pasé a ver a Don Primitivo, pero ya no estaba allí, sólo su cuerpo yacía muerto en la cama.

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