CRÓNICAS DEL "NEGRO" SUÁREZ: BRAZOS

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No sé cómo ni cuándo ocurrió exactamente. Acababa de cruzar por el paso peatonal. Con Fabián nos habíamos despedido hacía un instante, volvió sobre sus pasos y tomó por la calle paralela a la vía hacia el fondo del barrio, donde está su casa. Pero cuando ocurrió, lo busqué con la vista y ya no estaba (¡¿cómo pudo caminar tan rápido?!). Él dice no haber escuchado nada. Veníamos de la radio. Por las noches Fabián cumple un turno como operador técnico y yo conducía -entonces- un programa periodístico y musical. Tal vez deba decir musical y periodístico; porque en la radio la noticia reina en la primera mañana y se prolonga,  con poderes acotados, en la segunda mañana, la música gobierna la noche, y la tarde es una bisagra entre las dos.

Nos gustaba caminar juntos los cien metros que separan la radio del cruce peatonal. Nuestras casas están cada una a cada lado de las vías. El nuestro es un barrio obrero atravesado por el ferrocarril, como los pueblitos del interior. Al fondo, en lo que alguna vez fueron los bañados, mágico coto de caza de ranas para pibes con poca televisión, ahora se extiende la Villa Hidalgo, imponente en su miseria. En el cruce peatonal-que construimos los vecinos, para no tener que caminar una cuadra hasta el paso a nivel de vehículos-se la puede observar desde lo alto, con su intrincado enjambre de cables, un arabesco multicolor de goma y cobre, alocada autopista de electrones obra de improvisados ingenieros sin estudio, flameando sobre un courrege de chapas de zinc, de fibrocemento, de cartón -unas nuevas, otras oxidadas y viejas- y encima piedras, adoquines, fierros viejos, cosas en desuso, todo lo que pueda hacer peso para que el viento de las tormentas no se lleve el techo.

Entonces un chirrido ensordecedor y penetrante me alcanzó en el segundo escalón de la escalerita de descenso del cruce. A mis espaldas el tren se detuvo en una larga frenada de las ruedas mordiendo los rieles y las chispas  saltando a ambos lados de las vías, acompañada de los sonidos de la bocina. Quedó detenido irradiando un haz de luz que abarcaba más de cien metros por delante y se abría en abanico, como una linterna gigante en medio de la neblina que comenzaba a caer sobre los alrededores del Camino del Buen Ayre. Los pocos pasajeros de esas horas se asomaron por las ventanillas con miradas de curiosidad y de temor (si un tren se detiene pasada la medianoche en las cercanías de una villa, un peligro real o imaginario acecha). Me acerqué a la locomotora, instintivamente busqué el grabador de periodista que siempre llevo en un bolsillo de la campera -defecto o virtud profesional- esperando encontrarme con algún espectáculo macabro (en los últimos dos años hubo varios casos de suicidios y accidentes). El motorman tenía las manos cubriéndole la cara y la cabeza inclinada hacia delante, cuando reaccionó estaba en estado de shock. Sólo atinó a decirme:

-“Era un hombre joven, se arrodilló y abrió los brazos, le pasé por arriba, no sé de dónde salió”- En realidad hablaba con él mismo, fue todo lo que dijo, lo repitió hasta callar. Pero ni los pasajeros que bajaron del tren ni yo pudimos encontrar rastros de ningún cuerpo mutilado… ¡nada en las vías! Después llegaron unos guardias de seguridad del ferrocarril en un automóvil. Supongo que la detención del tren activa algún mecanismo electrónico de alarma, o su demora en llegar a Boulogne Sur Mer, que es estación cabecera, habrá llamado la atención, porque el conductor no se comunicó en ningún momento con nadie. Buscaron con linternas por las vías y sus costados, iluminando los pastizales y el zanjón que corre a uno de los lados. Yo los acompañaba y trataba de tranquilizarlos, les decía que podían guardar sus armas, que conozco a todos los muchachos del barrio, que no pasaba nada. Pero el miedo al lugar, a la neblina que no permite ver quién se acerca, fue más fuerte. Llegamos al primer puente, que es el cruce con la ruta (la gente cuenta cinco puentes hasta llegar al Río de la Reconquista, ese que cuando crece inunda el barrio), ellos siempre con sus linternas y  revólveres, no pude sacarles palabra. Pensé, si encontrábamos algo, qué ridículo estar frente a un muerto con un grabador, pero -como dije- es un defecto del oficio. Allí terminó nuestra búsqueda.

 Volvimos al tren. El maquinista se había repuesto lo suficiente como para conducir hasta la próxima estación. Los guardias dijeron que en la mañana enviarían a los bomberos, tal vez con la luz del día encontrarían algo. La formación de vagones se puso en marcha y el automóvil de seguridad se fue. Quedé nuevamente solo en el cruce peatonal y recién caí en la cuenta de que ningún vecino se había acercado o asomado de las casas con frente a las vías. En esta noche de perros, pensé, ni los suicidios interesan. Caminé las tres cuadras y media que separan las vías de mi casa con una grabación sin noticia en el bolsillo, sólo una frase asustada y recurrente: “Se arrodilló y abrió los brazos…”

Por la mañana volví para hablar con los bomberos. Antes, por rutina, revisé el grabador digital, la carga de batería, y abrí una carpeta, pero dudé… ¿qué poner? ¿Cómo caratular lo que no sé qué es? ¿Suicidio? ¿Accidente? ¿Tren detenido? Finalmente escribí: “brazos abiertos en las  vías” y salí de casa decidido a obtener alguna declaración. No es fácil con los bomberos porque utilizan el lenguaje técnico-telegráfico de los militares o de los policías: “afirmativo”, “negativo”, “diríjase a la superioridad”, pero algo les iba a sacar. Nadie vino. Los pocos vecinos que se iban a trabajar me saludaban como siempre, no les hice ninguna pregunta, no se puede entretener  al que tiene la suerte de tener trabajo. Pregunté en las casas que están frente a la vía y nadie había visto ni escuchado nada.

 Me quedaba Fabián y la oficina del ferrocarril. Allí fui primero: “No se reportó ningún siniestro durante la noche”, me dijo el Jefe de Estación. Ante mi insistencia, me espetó riéndose: “Ustedes, los de la radio local son igual que los otros, los de las radios grandes y la televisión, cuando no tienen una noticia la quieren inventar”. No encontré muchos argumentos para rebatir la chicana. Ya pensaría alguna venganza radiofónica. No será muy profesional pero a mí me encanta: un comentario malicioso, alguna frase en clave, que sólo entiende el destinatario del dardo, dicha como al pasar.

Por la noche hablé con Fabián antes de comenzar el programa. Me dijo que estaba tan palmado que no escuchó nada y se durmió en cuanto entró en la casa. Si algo pasó, no se enteró. Hice un programa anodino esa noche. Las informaciones fueron las de  las agencias de noticias a las que estamos suscriptos. Desde luego no hice ninguna mención a lo que ¿ocurrió? la noche anterior. La musicalización quedó en manos de Fabián. Cuando salimos de la radio, caminamos como siempre hasta el cruce, nos despedimos, trepé a las vías y miré hacia los campos en dirección al Río de la Reconquista, desde algún rancho llegaban los acordes de “Carito”, una cumbia de “Los Palmeras” que relata la historia de una piba que murió de frío en la calle, una constante del género tropical: música alegre, letra trágica. La luz del tren avanzaba iluminando, encandilando. De pronto, las vías y la villa se me antojaron una inmensa cruz: las vías eran el tronco vertical y las casillas miserables de madera y chapa a ambos lados eran los brazos abiertos, sangrantes, demandantes, pero insistentemente vivos, de aquellos que esperan contra toda esperanza, alguna redención.