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Hoy presentamos una nueva colaboración literaria de Emiliano Vallejos, que nos recuerda que, a veces, como los buenos investigadores, debemos desconfiar de lo que se nos presenta como evidente...

Antonius, volvía de las cruzadas. Era un formidable caballero de Cristo, que retornaba del santo sepulcro a su terruño en Bavaria. Tras cinco años ausente, el camino no parecía aquel que recordaba. Sus ojos cansados, habían pasado de los áridos paisajes del desierto, a las nieves de las montañas, y la soledad de los bosques. Sus oídos se habían llenado de idiomas que no entendía. Sus manos, se tiñeron de rojo, por la sangre de incontables personas, con las que no había interactuado nunca, en su vida, más que en combate.

Hacía un rato largo, No sabía cuanto, Que cabalgaba en soledad por un camino que lo adentraba mas en un espeso bosque que no recordaba que estuviese allí cuando partió a tierra Santa. Ciertamente, recordaba bastante poco. Como si esos cinco años hubieran borrado todo lo que su mente tenía guardado. Era confuso. Todo. El paisaje, los pensamientos...

Ese entorno lo hizo dudar de su sano juicio “¿estaré volviéndome loco?”, se llegó a preguntar “¿será esto un sueño?¿Por qué no conozco este camino? ¿este bosque?” ... De repente, divisó un cartel de madera tallada, que, al costado del camino, anunciaba que más adelante había una aldea o poblado: “Sünderheim”. Que extraño nombre, pensó.

Al adentrarse en el mismo, y a pesar de estar acostumbrado a las más sangrientas y brutales escenas, se horrorizó al ver a la muerte por doquier. La peste, había golpeado en forma letal aquel pequeño poblado. Los cadáveres de hombres, mujeres y niños inundaban las calles. En las casas, familias enteras, sentadas en la mesa, yacían inertes. También los cuerpos de los desgraciados, adornaban un pequeño mercado.

En medio del siniestro espectáculo, Antonius pudo ver sentada en una piedra, con un rostro sereno, una niña, muy pequeña, lo miraba. Vestía de negro, y tenía una tez blanca como una nube, y un rizado cabello rubio. “Solo un ángel, tiene ese aspecto”, pensó Antonius.

La pequeña no hablaba. No decía quien era, ni si sus padres murieron allí. Tampoco expresaba si tenía hambre o frío. No contestaba pregunta alguna. Se limitaba a mirar a su interlocutor con sus ojos celestes, como el más despejado de los cielos, y conservaba su expresión de paz. Paz que contagiaba al cruzado. “Solo un ángel, puede tener este aspecto”, se volvió a repetir a si mismo.

Antonius, conmovido por su nueva, pequeña y frágil compañía, resolvió que ésta iría con el. La tomó en sus brazos y cuando estaba por subirla a su caballo, escucho el inequívoco sonido de las tablillas de San Lázaro...No muy lejos de ellos, un leproso cubierto de vendajes sucios y sangrantes, los observaba. “¡Fuera de aquí, seguro hiciste todo esto!” le gritó. El enfermo no se movió. “¡Fuera de aquí!, o te juro que...!

Un recuerdo se instaló en la mente de Antonius: Al desenvainar su espada, y ver la herrumbre en ella, recordó su promesa de no volver a matar. Imágenes de carnicerías humanas, en las que había participado en nombre de Dios, lo frenaron. Guardó su espada. Y gritó: “Llévate tu pestilencia a otro lado. Ya hiciste demasiado daño aquí”.

El leproso levanto su mano, y señaló a la niña. El cruzado, indignado, exclamó: “¡Basura... viniste por ella, la que te faltaba... pues no, no te la daré!”. Alzó nuevamente a la pequeña, y a caballo comenzaron a huir por el camino del bosque. Tras unas horas de marcha, Antonius diviso un cartel que anunciaba, la cercanía de un poblado: “Freudeheim”.

EL lugar, era sin duda maravilloso. Las casas adornadas con flores. En las calles, los atentos pobladores lo saludaban, y mostraban sus respetos ante un soldado de Cristo. “Freudeheim, este lugar, me gusta”, pensó Antonius. La amabilidad de los residentes era enorme. Le brindaban hospedaje gratuito para él y la niña. Cuidarían de su caballo y hasta un herrero se ofreció para arreglar todo su equipamiento ¡a cambio de nada!

Antonius miró a la niñita, que seguía sin hablar, con su rostro sereno, y le dijo: “Eres un ángel. Solo un ángel puede tener tu cara. Solo un ángel puede invadirme de tanta paz. Solo un ángel, puede, atraer la dicha como la que nos trajiste, cuando llegamos aquí.” La pequeña, mirándolo fijamente con sus ojos azules, como el más despejado de los cielos, por primera vez, le sonrió.

En el pueblo, los grandes cocinaban, y aprontaban los preparativos para un festival. Los jóvenes alardeaban frente a las muchachas, que adornaban sus peinados con flores del bosque. No estaba muy claro el motivo del festejo, pero la alegría era palpable... Esa noche, la niña y el cruzado asistieron al evento, y se mezclaron entre la algarabía, sonaba la música, y el festín gastronómico daba felicidad a los más glotones.

Antonius amaneció con un importante dolor de cabeza. Su alrededor aún se movía como una barca en altamar. Fue a ver a la niña, quien dormía placidamente en su lecho. Sediento, salió de su habitación dirigiéndose al aljibe, y en el trayecto, su corazón se paró del horror.

Otra vez, la peste. Aquellos gentiles aldeanos que los habían cobijado la noche anterior, con quienes compartieron la algarabía de aquella fiesta, yacían muertos, con negros bubones putrefactos invadiendo sus cuerpos. Mujeres, niños, ancianos, jóvenes y viejos ¡todos estaban muertos! Los cuervos y demás alimañas carroñeras estaban festejando ahora.

Se percato de que, a unos metros suyos, una figura siniestra lo vigilaba: el leproso. “Ese maldito y asqueroso leproso”, pensó. “¡Satanás, mira lo que hiciste! ¿por qué los mataste a todos?” Por primera vez, el leproso le habló: “La niña”, dijo, con una voz más que tenebrosa. “Jamás te dejare que le hagas daño”, le respondió el cruzado, quien corrió hacia su morada, tomó a la pequeña en brazos, y huyó nuevamente a caballo, tomando el camino del bosque. La cabalgata duró unas horas. El animal exhausto, se negó a continuar la marcha.

Antonius, también cansado, comenzó a sentirse incómodo. Picazón y dolores en el cuerpo, tos, y una evidente suba de temperatura corporal. También veía algo borroso. Sin dudas era el momento de parar. Ató su caballo en un árbol al cual bordeaba un tierno pastizal. Mientras, la pequeña niña rubia, lo miraba, con sus ojos azules, como el mas despejado de los cielos, sentada en una piedra.

El cruzado, ya vencido por la fiebre, se recostó contra el tronco de un árbol, y a la sombra de este, y mirando a la pequeña, invadido de paz y tranquilidad iba cerrando sus ojos, mientras, la enfermedad se iba apoderando de su cuerpo. Súbitamente sintió como alguien lo abofeteó. Y con las pocas fuerzas que le quedaban, abrió sus ojos, y pudo ver, arrodillado ante si, a aquel siniestro leproso, que lo seguía.

Eres la muerte. Vienes por mí”, le dijo Antonius. “No hijo. No soy la muerte”, replicó el Leproso. “Soy un ángel, y quise advertirte. Llevas a la peste en tus brazos, como si fuera tu hija, desde Sünderheim”. Aquel sucio y siniestro leproso, le señaló a la niña, quien, sentada en una piedra, mirándolo, con sus ojos azules, como el más despejado de los cielos, sonreía, y por primera y única vez dijo: “¡Adiós!”. De repente todo era oscuridad. Antonius se apagó para siempre, recostado a la sombra de un árbol del camino de aquel bosque, que no recordaba haber visto nunca en su vida.

 

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Colaboración literaria de Emiliano Vallejos

Nadie va a extrañar a ese tipo. Su aspecto desgarbado, su prominente joroba, y ese caos capilar en las regiones de su cabeza donde, aún, no había ganado la alopecia. Según las mujeres, olía mal. Para los hombres, “es mufa”. Y esa mirada fija, “de asesino serial”, que incomodaba a todos en aquella repartición pública. Por fin, habían echado a Ordoñez.

Esto es un asco”, comentaba la joven empleada que había heredado la Lexicon 80 del cesanteado personaje, cuyas teclas estaban pegajosas de suciedad, “¿Cómo hacia ese tipo para escribir con la maquina así?”, consultaba al resto.  Ya no nos va a contar sus brujerías, ¡qué suerte!”, exclamaba otro. Claro, Ordoñez, con una chirriante voz, similar a la bisagra de una puerta sin aceitar, solía, sin que nadie se lo pida, hablar sobre ocultismo, rituales extraños, y un viaje a una aldea del Brasil profundo, que había realizado en su juventud, para iniciarse en vaya a saber qué cosa rara.

Es preferible prender fuego el despacho y que se purifique todo, ¡que mugre!”, comentaban por allí. “Encima un desubicado, ¿quién le dijo que tenía chances conmigo?”, se preguntaba indignada una despampanante rubia con más curvas que las rutas misioneras. Ella supo reírsele en la cara, cuando Ordoñez se le declaró con un ramo de calas... “¿Podés creer que el ENFERMO, me trajo CALAS, como a los muertos?”, completaba el relato, y una carcajada generalizada invadía aquella oficina.

Los días y el recuerdo -además del hedor del despacho en desuso- se fueron disipando. Ordoñez, ya no era tema de charla, paulatinamente fue reemplazado sobre si era conveniente un Renault 12, para una familia en proceso de agrandarse, o sucumbir a los encantos de una Coupé Taunus roja, el monólogo de Tato Bores de los domingos por la noche, cambios de pareja, o lo buena que estaba la pasante que mandaron de otro ministerio.

Hacía muy poco que Rubén estaba en aquella oficina. Era su primer empleo. Era eso, o estudiar, y la verdad es que los libros no le gustaban. No le molestaba llevar y traer expedientes de un piso al otro. Los jefes estaban contentos con él, porque era rápido. Antes, dicen, había uno que era un personaje inútil y bastante siniestro. Pero eso ya no importaba, ahora, estaba él.

Como en todo lugar de trabajo, la cocina o área de descanso de los empleados cumple un rol fundamental. Reuniones informales que podrían derrocar imperios, se desarrollan en espacios similares, con un actor de reparto fundamental, el café.

Una mañana el joven Rubén, trasnochado por sus aventuras juveniles, se dispuso a preparar la cafetera que había llegado de regalo ese día. Creen los empleados que fue una equivocación de algún proveedor, o vaya a saber. Pero algo estaba claro, NADIE, iba a llevarse esa maravilla de la tecnología fuera de los dominios de la cocina de la división contaduría. “Quién quiere café?”, consultó al resto, con una masiva aprobación. “Es el expreso más rico que he probado”, fue la conclusión generalizada de todos los compañeros de trabajo. “¿Es café de Brasil?” consultaban... “Qué raro!, no sabía que había café tan bueno ahí”.

La cafetera eléctrica fue la última buena noticia. Las semanas siguientes fueron para el olvido. A la heredera de la Lexicon 80, se le enganchó un anillo a la máquina de escribir, y hubo que llamar a los bomberos. Un gran susto, pero... al flamante dueño del Renault 12, le fue sustraído el estéreo, a pesar de haber tomado el recaudo de poner el calco de “Sin estéreo”, comprado en Warnes. Se descubrió que la rubia de las calas, se decoloraba. Al joven Rubén, en una reducción de personal, se le rescindió el contrato... “Volvés a la facultad” sentenció su padre, acatando éste la orden. Y así fueron suscitándose toda clase de desgracias en aquella oficina.

Eran tantos los infortunios, que los compañeros de trabajo se reunieron en la cocina para discutir la cuestión. “Viejo, algo está pasando acá, ¡¡no puede ser tanta mufa!!” planteó más de uno. Berta, de maestranza, pidió la palabra: “Hace mucho que trabajo acá, y vivo limpiándoles la mugre. TODOS USTEDES son unos vagos. Nadie lava. Entonces dejé solamente una taza limpia, durante unas semanas. Y por no mojarse, todos usaron la misma. Y esa taza, era la... DE ORDOÑEZ”.

Todos los asistentes voltearon a mirar una vieja taza de cerámica que rezaba “RECUERDO DE BRASIL” ... “Con razón tanta mufa” concluyó la muchedumbre mientras se disponían a dejar todo en condiciones. Mientras tanto, Berta se maquillaba para encontrarse con su novio. En el bar de la esquina, Ordoñez la esperaba con un ramo de Calas. Iban a festejar una venganza.

 

 

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Colaboración literaria de Emiliano Vallejos.

Son pocas las cosas que ponían feliz al “Flaco” Aguirre. Diez años trabajando en la mina de hierro, en su Puesto Viejo natal, habían hecho del “flaco” una suerte de rutinario autómata. La cosa cambiaba radicalmente, cuando jugaba al fútbol. Amaba profundamente ese deporte. Pero tenía un problema serio... era, pésimo.

Las sensaciones que provocaba su producción futbolística iban desde la risa, la vergüenza ajena y el llanto ¡Pobre flaco! Lo único que amaba realmente en esta vida, era justamente aquello en lo que peor se destacaba. Un nueve de área con mucho gol, pero... ¡en contra!

Flaco, el domingo hay partido, si no llegas no hay drama”, le decía el técnico, con la esperanza que el entusiasta y magro futbolista amateur tuviera algo mejor que hacer. Puesto Viejo F.C. era el equipo en que “el flaco” depositaba sus amores, además de sus estériles esfuerzos deportivos.

Una temporada de resfríos y el triste deceso de un familiar lejano, mantuvieron alejado algunas fechas a nuestro “goleador” de los compromisos del equipo. Llamativamente, fue la mejor racha del club en mucho tiempo, logrando una victoria clave ante Deportivo Aguas Calientes, en la liga regional, dando la posibilidad histórica, de clasificar al nacional.

En la primera práctica de la semana, el aire se cortaba con un cuchillo. Algo pasaba, pero el flaco no entendía qué. Al cuarto gol en contra que anotaba -obviamente sin querer y disculpándose con sus compañeros- el capitán del equipo, el “corcho” Mamani, tomó la palabra: “Mirá chango, esto no es lo tuyo, tenés la pata más dura que estofado de ladrillo”.  Sin más, en esos duros términos comunico al triste delantero, que era separado del plantel. El flaco estaba destruido.

Esa misma semana, mientras picaba una veta en la mina, escucho desde una oscura esquina de aquel lúgubre lugar, que le chistaban... “chissst.... ¡eu! esta es mi cueva” .... pensando que era un compañero jugándole una broma, continuó su labor sin darle importancia, hasta que fue golpeado por una pequeña piedra, al grito de “¡ESTA, ES MI CUEVA!...va a querer algo o no?”... ya un poco asustado, el flaco, alumbró aquel rincón y para su sorpresa, vestido de gaucho, con una barba blanca, sombrero negro, y una guitarra en mano, el diablo lo miraba, con sus ojos amarillos, tez rojiza, y unos cuernos que arrugaban el sombrero. “Le queda gracioso”, pensó el flaco. “No sea insolente, mijo, le perdono eso” exclamo el maligno ser, como si hubiese escuchado aquel pensamiento... “hablemos de negocios”, completó Lucifer.

Los memoriosos del pueblo cuentan que, en el partido de ida, para llegar al nacional, el Club Argentino, de Rosario de la Frontera, llegaba como absoluto favorito.  Puesto viejo F. C. había sufrido la irreparable baja de su capitán, el “Corcho” Mamani, quien, desde hacía varios días se hallaba con una muy extraña descompostura que no le permitía alejarse más de cuatro metros a la redonda de su toilette. Los jugadores le rogaron al flaco que volviera, porque faltaba uno para afrontar tan importante cotejo.

Puesto Viejo era visitante, y todo Rosario de La Frontera se había paralizado para ir a apoyar al Club Argentino. “¡Qué buenos botines! Flaco”, “han de ser caros”, le decían sus compañeros en el vestuario. Quienes estuvieron aquella tarde, comentan que el flaco salió a la cancha con el porte de un general romano, guiando a sus centuriones a la batalla, con un llamativo calzado dorado, raro, para la época.

Todo fue magia. La prensa local, rezaba en los tabloides zonales “Club Argentino HUMILLADO”. “¿Puesto Viejo al nacional?...FALTA POCO”. El visitante se impuso por diez a cero ante el favorito, con diez goles del Flaco. Uno más poético que el otro, comentan quienes tuvieron la suerte de estar. El pueblo tenía un nuevo héroe, y era el Señor Aguirre. Esa semana el capataz de la mina, le dio franco. Todos le palmeaban la espalda, invitaban tragos. Muchos tragos. Tantos, que olvidó sus botines en vaya a saber dónde.

Al partido de vuelta, con Puesto Viejo prácticamente ascendido, por diferencia de goles, y jugando de local ante toda su gente, se pudo ver al flaco parado en el centro del campo de juego, llamativamente calzado con unas “Flecha” azules, con un agujero en la punta en cada zapatilla, las mismas de siempre, y blanco de terror.... como si quisiera huir.

Es difícil que un viejo vecino de Puesto Viejo hable del tema. Pero, tras varios intentos logramos unificar testimonios que afirman que, esa tarde, el Club Argentino, sin mucho esfuerzo, venció por once a cero a Puesto Viejo F. C. Nada más ni nada menos que ¡once goles en contra! del Flaco Aguirre, quien, tras el pitazo final del árbitro del cotejo, huyó despavorido hacia la ruta. Algunos camioneros dicen, que lo cruzaron en Neuquén. Otros, que atiende un parador en General Pizarro, Salta, y que aún conserva unas “flecha” azules, colgadas en la pared.

 

Nota de la Redacción: La vieja mina de "Puesto Viejo" cerró en los años 90¨ del siglo XX. Se encuentra en el municipio y departamento El Carmen, provincia de Jujuy. Esta zona minera fue la cuna del gran artista popular Jorge Cafrune.

 

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 Foto: Susana Medina. Programa "Detalles". Canal 4 Teleaire.

La compañía teatral “Cable a tierra” concluyó el ciclo de presentaciones de la obra “El pabellón de los millennials”, en el Centro Cultural y Artístico Ana Pavlova, de Villa Ballester. Con dirección de Gisele Diez, asistida por Andrea D´Aranno, la puesta en escena fue realizada por los jóvenes actores Santiago Sikomas y Leandro Romero y las jóvenes actrices Rocío Echavarría y Bianca Lemos.

Con la consigna “Que hablar no duela”, la pieza expone la circunstancia que atraviesan cuatro jóvenes castigados por el director de su escuela, a raíz de una serie de transgresiones cometidas, que comprometen o molestan a sus docentes.  Tienen personalidades diferentes entre sí, pero el elemento común en sus vidas es que han crecido en la era de las llamadas tecnologías digitales de la información y la comunicación (TICs).

Sus celulares pasan a ser protagonistas de la historia, tanto que “el director”  les convoca un día sábado en el establecimiento educativo, quitándoles sus teléfonos, para que hagan en conjunto un descargo o pedido de disculpas por escrito. Allí se desatan conversaciones, actitudes, desplazamientos corporales, historias personales y familiares que asoman, junto a otro componente transgresor, pero, de tecnología analógica: un dibujo.

Con pasos de comedia, la frescura juvenil es el soporte de historias que se inscriben dentro del cambio civilizatorio global que atravesamos, pero que aflora en circunstancias totalmente domésticas y cotidianas, en la sexualidad y también en instituciones sociales como la familia y la escuela.

Actuaciones convincentes, una escenografía minimalista, y recursos de iluminación y sonido adecuados, consiguen un clima escénico que, a la vez que divierte convoca a la reflexión. Es reconfortante que en nuestros barrios las iniciativas de teatro y artes en general de carácter independiente sobrevivan, resistan las exclusiones que provoca una industria del espectáculo hiper concentrada a escala global, se filtren y sobresalgan por sobre las mediocridades habituales.

Otro párrafo merece el Centro Cultural “Ana Pavlova”, que se autodefine como “Un espacio para la expansión e innovación de las prácticas artísticas”. Con presencia en Villa Ballester desde el año 1994, ofrece variados espectáculos, ciclos de cine, recitales y seminarios. También se realizan una importante cantidad de cursos y actividades artísticas como ballet, danzas variadas, canto, fotografía, teatro y comedia musical. Todo en instalaciones adecuadas y confortables y con docentes profesionales reconocidos.

Bienvenidos el arte y la creatividad en General San Martín. Que se multipliquen las iniciativas independientes, en todos nuestros barrios y localidades. Y que un Estado presente las apoye e incentive.

Nota de la redacción: El Centro Cultural y Artístico Ana Pavlova se ubica con frente a la calle Lavalle N° 2567. Villa Ballester. Teléfono: 21248810 y WhatsApp: 1162136899. Correo electrónico: Esta dirección de correo electrónico está siendo protegida contra los robots de spam. Necesita tener JavaScript habilitado para poder verlo. - Instagram: @culturalpavlova – Facebook: Ana Pavlova – Página WEB: www.culturalpavlova.com.ar – Su nombre homenajea a la célebre bailarina rusa Anna Pávlovna Pávlova.

 

 

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Hoy presentamos una nueva colaboración literaria de Emiliano Vallejos: Un cuento breve que podríamos ubicar en el género fantástico, al menos para la cultura occidental moderna o posmoderna. Situado en el medioevo nos lleva a un mundo pastoril y bucólico, pero que repentinamente puede volverse tenebroso.

 

Fray Martino tenía un corazón muy noble. Disfrutaba de ayudar al prójimo, como buen hombre de Dios. En la aldea, cercana al Monasterio, era muy bien considerado por los residentes. Al punto tal, que cada visita al mercado, significaba volver con muchos regalos, y las monedas sin gastar.

Aquel sacerdote, ganó su fama cuidando a los enfermos de la peste, cuando nadie quería acercarse a ellos. Sorprendentemente, muchos de quienes estuvieron bajo sus cuidados, se recuperaron de una muerte casi segura. Fray Martino estaba en todos lados donde sea necesario ayudar. Levantar una cosecha, reparar una cabaña, o unir en sagrado matrimonio a una pareja de enamorados.

Una mañana, aquel hombre de fe, se acercó al mercado, donde, fue recibido con la alegría de siempre. De repente, algo rompió aquel idilio entre el sacerdote y el pueblo. “¡Un ladrón, corredlo, es el mismo de siempre!”, se escuchó a viva voz. Una turba iracunda perseguía a un niño, de unos once o doce años.

Al ver al niño acorralado, el sacerdote se interpuso entre él y sus perseguidores. Pudiendo apaciguar la ira de aquellos, con sabias y nobles palabras. Al quedar solitario con el niño, le preguntó; “Por qué robas?”. “Debo alimentar a mi hermano”, respondió el niño.

Con la paciencia que lo caracterizaba, Fray Martino logró que el muchacho le contara más. Se llamaba Antón, vivía en una finca a las afueras de la aldea, y sus padres según él, estaban descansando.

Interesado en hablar con los progenitores del niño, para brindarles sabio consejo, el sacerdote le ofreció acompañarlo a casa, y llevar unas manzanas para su hermano, el hambriento. Tras una media hora de caminata intensa, llegaron a la finca, de aspecto abandonado.

Las paredes de la cabaña estaban semi derruidas, y el techo parecía que cedería en cualquier momento. La huerta tenía hierba crecida, y se notaba, que no se había plantado nada en meses.

¿Dónde está tu hermano, así le damos sus manzanas?, preguntó Fray Martino al niño. Mi hermano esta tras la cabaña, se ha caído en el pozo y no puede salir, yo le doy de comer.

Alarmado al escuchar eso, el buen sacerdote corrió hasta el lugar, hallando un pozo profundo, oscuro, en el cual no se podía distinguir, si había una persona en su interior. Se inclinó, para ver mejor, y sintió repentinamente un empujón en su espalda, cayendo directamente dentro de aquel tenebroso agujero.

Al recuperarse, pudo observar con horror, como desde el más oscuro de los rincones de aquel pozo, unos ojos rojos lo observaban. Mitad hombre, mitad bestia, con unos cuernos afilados y totalmente fuera de sí, aquel ser intentó devorar a Fray Martino. Pero el hombre de Dios trepó frenéticamente agarrándose de las raíces, aferrándose a la vida, hasta que, por suerte, logró salir de aquel aterrador pozo, largándose en desesperada carrera hacia el pueblo.

Mientras tanto, Antón, sentado a los pies de la cama, donde yacían dos esqueletos muertos por la peste, que eran sus padres, sonreía complacido. Creía haber alimentado a aquel demonio, que había capturado en el pozo, al que había bautizado “Hermano”. Él era desde hacía varios meses su única compañía, tras aquella epidemia que había matado a toda su familia.

 

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